La clepsidra de Pestaña

La Lonja de Valencia, verano de 1937

Sesión parlamentaria en La Lonja de Valencia, primeros de octubre de 1937. Quizá corresponda a u última intervención en Cortes.

Cuando le oí en el Parlamento de la Lonja del Mar, suavemente, sencillamente, con sutilezas de frases, conceptuosos vocablos de expresión; cuando noté, asombrado, la cantidad de recursos, de filigranas, de abalorios del lenguaje que Pestaña monta con tanta facilidad para poder decir sin gran escándalo las cosas graves que debía y quería decir, exclamé junto a los periodistas valencianos:

—Este hombre sabe mucha geometría.
—Es relojero— me contestaron.

Entonces aquellas palabras justas, medidas en su alcance, sobrias, pero suficientes, no eran pura retórica de orador experimentado; eran piezas, ruedecitas dentadas, pequeños tornillos, cuerdas en espirales; piezas numerosas y diversas de un engranaje vital que movería luego las manecillas puntiagudas del viejo Cronos; aquellas piezas resultaban ser simplemente la maquinaria de un reloj.

Luego, en su modesto cuarto de un hotel de Valencia, hablé media hora con el jefe y fundador del Partido Sindicalista. Estaba indignado. Acababan los trimotores facciosos de bombardear los pueblecitos marítimos. Pestaña me dijo, sacando del bolsillo un reloj maravillosamente limpio:

—Veinte minutos exactos han volado los cuervos sobre la ciudad.
He permanecido en el balcón; veinte minutos exactos de mi cronómetro, que no miente.

Más relojes todavía, hermano lector. Su dolencia la estimaba Ángel Pestaña como cosa muy seria. Oía el «tic-tac» del corazón con una pausa desesperante; otras veces, como galopar excesivo. En esa víscera tan gastada por las fuertes emociones, se recrudecía la desigualdad de latidos que ya soportó en varias ocasiones graves el camarada sindicalista. ¿Comprendes, lector, la importancia del caso, tratándose aquí de un experto profesional de la relojería? Su corazón andaba muy rápido o muy despacio; adelantaba o retrasaba. Y el admirable luchador tenía que oír el sonido, falto de ritmo, de ese reloj del corazón. Por eso estaba triste; por eso sonreía con amargura cuando yo le dije:

—Veo que te hallas bien, perfectamente bien, compañero.
—Las apariencias engañan. No pude acabar como tenía proyectado mi discurso del Parlamento. La fatiga me rindió; tuve que cortar quince minutos antes de la hora fijada. Estoy deshecho. La dureza de un vivir tan intenso como hace falta, me ha cogido ya viejo y gastado. Yo he derrochado la vida a brazadas.

«Potro sin freno me lanzó mi instinto;
mi juventud montó potro sin freno.»

¿Es preciso decirte ahora, hermano lector, que Ángel Pestaña tenia razón al juzgar gravísima su enfermedad? Allí, en su cuarto del hotel valenciano, sobre humilde mesa, un plato grande de uvas riquísimas. Mientras conversábamos con este hombre de recia trayectoria, comíamos granos de uva los dos; otros menos naturalistas, hubiesen fumado sendos cigarrillos. Comíamos uvas, y el compañero Pestaña decía cosas sensatas, sencillas, profundas y trágicas. ¿Cuándo llegará la hora de paz para poder contar a los lectores la interesantísima vista de esta guerra y de esta situación […] que fatiga los ojos de Ángel Pestaña?

Yo también recibí frente a él la sensación iluminada de la verdad. Veía el aspecto dramático de aquel hombre y la enorme labor realizada y por realizar, y veía, hermano lector, sobre la cama de
reposo del hombre ya tan cansado; veía, colgando allí, una clepsidra, contando grano a grano de arena el tiempo de vivir humano que le quedaba al valiente luchador. La clepsidra ha medido justamente setenta días desde su admirable discurso del Parlamento en la Lonja del Mar de Valencia.


Montoro, A: «La clepsidra de Pestaña»; en 
La Libertad, Madrid, 14-12-1937; p.4.

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