Siguiendo las directrices del Congreso del Teatro de la Comedia, y a pesar de no haber sido elegido inicialmente para la comisión encargada de representar a la CNT en el II Congreso de la Internacional Comunista, Ángel Pestaña fue el único delegado que pudo llegar a Rusia. Durante su estancia en la Unión Soviética tuvo ocasión de conocer a Lenin, Trotski, Zinoviev, Radek, Luzovsky y otros dirigentes comunistas; también se entrevistó con Kropotkin. Fue uno de los escasos delegados que se atrevieron a enfrentarse a la línea impuesta por los comunistas, entendiendo que las decisiones allí tomadas ya se habían acordado de antemano. A su regreso fue hecho preso en Italia y en Barcelona. Durante su encarcelamiento, redactó un extenso informe sobre su viaje que influyó en el posterior distanciamiento de la CNT del bolchevismo. Sus tesis se ratificaron en junio de 1922, en la Conferencia de Zaragoza.
De los bolcheviques no decía gran cosa. Los consideraba como a babeufistas consumados. Para él, Lenin y sus teorías, como el comunismo de Carlos Marx y de todos los marxistas, no era otra cosa que las teorías de Babeuf barnizadas con algunos modismos de actualidad. Un día nos preguntó si de regreso a España escribiríamos algo sobre Rusia.
—Si escribís un libro hablando de Rusia, tituladlo “Comment on fait pas une revolution» (“Cómo no se hace una revolución”). Porque toda la crítica que se haga de los bolcheviques y de su modo de interpretar la revolución debe tender justamente a demostrar cómo no es posible hacer una revolución adoptando sus sistemas y premisas.
Acuciado por el deseo de conocer cuáles fueran las cuestiones de su predilección en aquel momento, nos dijo contestando a preguntas nuestras:
—Temeroso de que los bolcheviques inutilicen lo que pueda escribir de la revolución, nada escribo sobre ella; tomo apuntes nada más. Estamos también demasiado cerca de los acontecimientos y de sus hombres para que el pensador no sea influenciado excesivamente por los unos y por los otros. Esta es la principal razón de mi abstención. Pero para no perder el tiempo, escribo sobre ética, pues leyendo una página de Bakounin me sugirió la idea de hacerlo, y a ello consagro mis horas y mis días; mas el trabajo me resulta penoso. La falta de relaciones con el mundo intelectual exterior y las dificultades que el régimen establecido y mi salud acumulan, hace que no pueda avanzar con la rapidez debida, y que sólo tras inauditos esfuerzos pueda lograr lo que me propongo.
Inquirimos acerca de su situación económica, que no resultó ser muy desahogada. Vivía, más que de la ración que le tenía asignada el Comisariado de Abastecimientos (ración de sabio), de lo enviado por los camaradas de todos los confines de Rusia.
—Vivo mal —nos dijo— pero aún puedo considerarme dichoso. Millones de rusos viven muchísimo peor que yo.
—¿No desearíais volver a Inglaterra o a cualquier otro país? —Ardientemente —contestó.
—¿Por qué no lo solicitáis del Consejo de Comisarios del Pueblo?
—Porque no quiero recibir una respuesta negativa de la Tcheka, de esa vergüenza que deshonrará al régimen bolchevique, que es la dueña y señora de las acciones de todos los rusos. Sólo las personas gratas a la Tcheka, aunque fueran miserables bandidos en el régimen zarista, pueden obtener el permiso de salida al extranjero. Prefiero morir en Rusia, consumirme en esta inacción, soportar el hambre y el frío, antes que someterme a los mandatos de esa institución.
Debíamos marcharnos. El samovar, que con su forma panzuda se erguía sobre la mesa lanzando hacia el techo los vapores del agua hirviente, proyectaba una pequeña sombra entre los dos. Declinaba el día. El crepúsculo ponía una nota de tristeza en sus palabras. ¿Presagiaba su próximo fin? El invierno pasado había sido muy cruel para Kropotkin. Sin leña, casi sin luz y sin alimentos, las privaciones habían quebrantado su organismo, minado también por los años. El que se acercaba sería aún más cruel. La situación económica de Rusia se hacía más grave y difícil cada día. ¡Bien lo notaba Kropotkin! La generosidad de los compañeros, la solidaridad y apoyo que éstos le prestaban enviándole lo que podían, era el barómetro que señalaba un notable descenso. Los envíos se espaciaban, se hacían más intermitentes. A veces, una carta de disculpa los acompañaba. “Hubiéramos querido enviarte antes estos pequeños obsequios —le decían—, pero no hemos podido. ¡Si supieras* Pedro, las dificultades que tenemos para aprovisionarnos en este pequeño rincón!…”
Con estas palabras disculpaban aquellos generosos compañeros, perdidos en alguna aldea de la inmensidad rusa, el no poder ayudarle más eficazmente, y ellas acusaban las privaciones a que se habían sometido para cumplir un sencillísimo deber de solidaridad. Al despedirnos del Maestro, estrechamos fuertemente su mano; nos abrazamos y recibimos su beso fraternal.
—Saludad en mi nombre —nos dijo— a todos los anarquistas de España, de quienes conservo afectuosos recuerdos. Mirad — añadió mostrando un hermoso reloj de oro—. No sé si recordaréis…
—Sí, sí nos acordamos —interrumpimos.
—Decidles que aún lo conservo. Que no olvidaré nunca este hermoso rasgo de los anarquistas españoles, debido a la iniciativa de los camaradas de La Coruña. La inscripción que lleva en el interior de su tapa: (“A iniciativa de los anarquistas de La Coruña, a Pedro Kropotkin, en sus bodas de plata*’) será siempre para mí un grato recuerdo de los camaradas españoles.
(Pestaña, Á. (1924): Setenta Días en Rusia. Lo que yo vi. Cosmos, Barcelona; p.178-180. Disponible en línea)
Para saber más sobre el viaje a Rusia, interesa la versión ofrecida por Joaquín Maurín.